martes, 24 de junio de 2008

Tedio

José cierra la puerta tras de si, e inmóvil, observa la biblioteca, la mesa roja reproductora de vinilos, la alfombra de grandes círculos rojos, la mesita en metal con varios libros encima, asomando entre sus hojas los marcadores de páginas y notas a color. Un tazón de café marrón, una reproducción de una araña multicolor de Alexander Calder, todos, en suma, mudos habitantes en la quietud del departamento. Atraído por la música, José se aproxima. Gira el vinilo, lentamente. Se lee en la carátula: Caprichos de Niccolò Paganini. Violín: Salvatore Accardo. Sube la vista, a unos metros de él, extendida sobre un atril y con los rastros enérgicos de la ejecución en su corteza, yace una notable semilla en madera natural con incrustaciones de bronce. Un foco la golpea con pálidos reflejos. A un costado, la máquina cepilladora como un arma olvidada. El rostro sosegado de José; sus ojos fijos en las astillas y virutas esparcidas alrededor de la semilla.
Hay una brisa. Las cortinas ondean. La delgada figura de Phillipe en el balcón ante la lluvia y la ciudad. Phillipe usa sandalias, jeans viejos y polera, fuma de su pipa negra. José camina hacia él y se instala a su lado.

No puedo trabajar más – Phillipe respiró fuerte – El tedio es un demonio poderoso, mal du siécle, o el monstruo delicado para Baudelaire. ¿Tú crees en demonios?

No se miran. En sus pupilas están la lluvia, los edificios, las calles y las luces.

- En ese demonio, sí – responde José –, pero yo lo llamo, familiarmente, cabrón hijo de puta
- ¿Y qué haces con él?
- Lo esquivo, lo engaño
- ¡No te creo, sé que te jode como a mi!

José sonríe y recibe la pipa de su amigo.

- ¿Y qué vas a hacer? – le consulta José, aprovechando que su amigo a entrecerrado los ojos en la bocanada de hachís.
- Escuchamos a Paganini! A lo mejor un demonio espanta a otro – breve silencio, los dos semblantes de perfil, erguidos, Phillipe expulsa el humo por las fosas nasales, piensan, perciben – ¿Te has puesto a pensar que la música es un arte universal? No existe un ser humano insensible a la música, sin importar la condición, todos la escuchamos. Torturadores, sicópatas, ladrones, dictadores, premios nacionales de arte, políticos, lameculos, ella no le niega su cuota de belleza a nadie.

José le mira, luego, vuelve a la ciudad.

- ¿Qué crees, habrá música en el infierno? – le consulta a Phillipe, aspirando con fuerza desde la boquilla
- ¡Ah, eso es diferente! Ruido, creo yo, puro ruido.
- Pero, Satanás fue un ángel, a lo menos sabrá tocar la trompeta… ¿te lo imaginas tocando de alma en alma, de hoyo en hoyo, burlándose de ti? O con una orquesta de jazz como cuando Woody Allen baja al infierno y discute con él: “soy más poderoso que tú porque soy más pecador” – José imita la postura de Allen en la película - “¡Yo nunca he creído en Dios, ni en el cielo ni en todo eso! Soy estrictamente quartz y partículas y agujero negro y todo lo demás es basura para mi” – ambos se ríen a carcajadas - este… - José cierra los ojos, los apreta recordando – “¡y también hago cosas horribles: he engañado a todas mis mujeres y ninguna se lo merecía! Me acuesto con putas, bebo demasiado, ¡y tomo pastillas y miento y soy vanidoso y cobarde y propenso a la violencia!” – ambos vuelven a reír.
- Si, si, si, pero, no te olvides del Bosco y su averno. ¡Ese si que es infierno! Con demonios armados de cornetas, bombos, gaitas, laúdes. Imagínate: “fuiste una lujuriosa!” Te condenan los demonios. “¡Entonces, te violamos todos juntos por toda la eternidad!” y vamos tocando la corneta y el bombo… – vuelven a reír.


Después de unos minutos, entran. José se lanza de espaldas sobre unos de los sicodélicos sillones, echa su cabeza hacia atrás. Phillipe, va a cambiar el vinilo.
Phillipe se pone de pie. El vinilo comienza a girar y en la carátula dorada se lee: Herbert Von Karajan. Sinfonía Nº 9 Op. 125 en Re menor de Ludwig van Beethoven. Phillipe adelanta la aguja en el disco. Luego, va hasta su obra y la mira, como estudiándola.

- “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié". – declama José, en voz baja.
- Es cierto – agrega Phillipe – la belleza…

Beethoven varios segundos, embestida de violines. Phillipe deja su pipa. Cubre la semilla con una lona. José le mira como pensando algo, comenta:

- Cuando venía hacia acá miraba a la gente y pensé: a la mayoría no le molesta en absoluto la fealdad. Es como si algo les obligara a comportarse como autómatas insensibles a todo lo que no sea trabajo, consumo, compras o evasión. ¿Cómo podrían, entonces, reconocer la belleza? ¿Cómo podría conmoverles o apasionarles una obra? Pero, claro, les entiendo. Tienes todo al alcance de tu mano. Tomas tu carrito en el supermercado y si tienes hambre, consumes; ¿necesitas un televisor?, consumes; ¿te gusta un libro?, lo compras; ¿quieres escuchar a Beethoven? luego del pasillo de los jamones, vas y compras la 9º sinfonía, a una ganga, con una película de Bruce Willis de regalo. ¡Vaya sistema de mierda tan bien pensado para tenerte contento y muy cómodo e indolente!

José sentado en el borde del sillón nuevamente se dejó caer hacia atrás. Phillipe, con las manos en los bolsillos, se quedó pensando y oyendo el coro de la Filarmónica de Berlín. Fué hasta su biblioteca y buscó un libro de tapa roja con marcadores, como todos los demás libros. Buscó un capítulo, una página. Pulsó pause en el reproductor.

- "La gente va de un cuadro a otro, busca y lee los nombres. Luego se va, tan pobre o tan rica como entró, y se deja absorber inmediatamente por sus preocupaciones, que no tienen nada que ver con el arte. ¿Para qué vinieron? Cada cuadro guarda misteriosamente toda una vida, una vida con muchos sufrimientos, dudas, horas de entusiasmo y de luz. ¿Hacia dónde va esta vida? ¿Hacia dónde busca el alma del artista, si también se entregó en la creación? ¿Qué anuncia?”

Phillipe le miró unos segundos, esperando reacción. Agregó:

- Kandinsky, de lo espiritual en el arte. ¿Qué quieres, viejo, que las personas vayan por ahí diciendo qué bello este color de árbol o qué bella esta tarde? ¡Carne, amigo mío, carne somos, la carne nos domina, todo lo exterior!
- No sé, tal vez, necesitan que se les enseñe – reclamó José
- Tal vez, pero, entonces tienes que decidir entre la gloria personal o el trabajo social. Anda, asómate y mira – Phillipe señala el balcón – a toda la gente que no sabe nada de arte ni tienen porqué saber. El mundo seguirá girando…
- ¿Qué quieres decir?
- Aquí importa el yo. ¿Quieres ocuparte de la falta de belleza? ¡Entonces, trabaja más! ¿quieres enseñarle a la gente cómo apreciar tu obra? ¡Primero ocúpate de si tu obra es lo mejor que has dado!

José se pone en pie. Se instala frente al ventanal. Phillipe, sentado en un puf blanco, con una lámpara que emana una luz anaranjada, continúa.

- Yo soy un burgués, amigo mío, y un hedonista y, aún así, tengo plena consciencia de ser un hijo de puta como lo es toda mi familia. Yo no busco poder porque tengo lo que quiero. Tú no naciste en cuna de oro, pero tú y yo compartimos una cualidad terrible si te detienes a pensarlo, y eso es ya un hecho bastante curioso. Ambos tenemos ese zumbido en la cabeza, en el centro o en algún otro lugar de nuestro cerebro que nos impide cerrar los ojos y entregarnos a la realidad como si cualquier cosa. ¡Tenemos ideas zumbando, una visión de mundo, tenemos sensibilidad! – Phillipe remarcó la última palabra y quedó suspendido en el aire el humo de su pipa, su mano derecha sobre el lugar del corazón.

José le observa con una expresión mezcla de enfado y lucidez, un poco de melancolía en el fondo de sus ojos. Phillipe se tiende hacia atrás rendido por el hachís. Con los ojos cerrados, recitó:

- “Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
Debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los Lestrigones ni a los Cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en la ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo”

José con el reflejo de la ciudad iluminada en el rostro.

- ¡La obra, viejo, la obra es lo único que debe importarte! ¡Y estos versos de Konstantínos Kaváfis, acuérdate de él cuando llegue el tedio! Taedium vitae…

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